Los días en el campo eran calurosos. Sabina buscaba a las gallinas para meterlas en el corral cuando entró una camioneta al campo.
Eran más o menos 12 hectáreas y la casona estaba en el medio, sobre el lado norte del campo pegado al monte estaba el camino de ingreso y desde la galería se veía perfectamente quién entraba y salía. Nunca, desde que Sabina vivía allí, había entrado alguien a quien no reconociera.
Metió las gallinas lo más rápido que pudo y corrió al ver la camioneta que atravesaba la segunda tranquera, esta separaba la casa de la hacienda.
Sabina siempre había vivido en el campo, desde muy chica cuando los hombres de la casa se iban a la cosecha le tocaba quedarse sola. Hacía muchos años Don Juan, el paisano que acompañaba a su padre a vender la ganadería al pueblo y que solía segundarlo cuando había mucho por cobrar, le enseñó a manejar una escopeta.
Llegó a manotearla, estaba atrás de la puerta. Y se quedó mirando.
La camioneta paró a mitad de camino, bajo el nogal. Supongo que la dejó ahí porque hacía mucho calor y necesitaría sombra, para no calcinarse a la vuelta.
Bajó un muchacho, moreno de 1,71. De barba y boina bordó, llevaba una bombacha de campo color cemento, alpargatas verdes y chomba beige. Con mate en mano comenzó a caminar hasta donde estaba Sabina.
Y por allá decidió acortar la espera.
-Buenas tardes, Doña Sabina, soy el peón de Don Hernández. Pasé a tomar unos mates con usted.
Sabina no conocía al muchacho, decidió esperarlo en silencio. Al llegar a la galería, el muchacho le tendió la mano y volvió a hablarle.
-Oiga, Sabina, no me recuerda. La conocí en el galpón, el día que los Martínez de Hoz hicieron la elección del jefe de la estación. Yo estaba ahí, porque mi patrón me mandó a fiscalizar, vió que se decía que a Don Galli lo iban a estafar.
Sabina no emitía palabra, pero escondió la escopeta. No recordoba bien esa noche. Había sido un día terrible de trabajo porque a ella también le había tocado fiscalizar, para Don Galli. Era muy raro que no conociera al peón de Don Hernández, pero podía ser. Era época de cosecha de trigo y había mucha gente nueva en el pueblo.
-Buenas tardes, joven. ¿Cómo me dijo que se llama?, le preguntó Sabina.
-No le he dicho doña, porque creí que usted se lo acordaría.
Sabina se quedó fría, de repente recordó que al entrar al galpón la noche que se decidía el nuevo jefe de estación salió corriendo. Tenía muchas cosas para hacer, entre ellas entregar la comida al resto de los ayudantes y a los Martínez de Hoz no les gustaban las demoras. Pero cuando bajaba el terraplén del galpón y atravesaba el jardín se topó con un paisano de camisa celeste. Lo tenía visto de algún lado. Creía que de alguna otra reunión previa a la elección. Se puso nerviosa y volvió al galpón, pero a la nada. Solo para esquivar al muchacho. Cuando pasó un rato, salió y él ya no estaba allí. Lo buscó pero no lo encontró.
Ahora, esa tarde de sol y frente a la galería de su casa, estaba. Y sí, era él, le costó reconocerlo porque habían pasado por lo menos seis meses de esa noche.
-Discúlpeme, pero no lo había reconocido. No sé su nombre, de todas maneras, no soy buena para recordarlos.
-Sabina, estaba en la pulpería de la rotonda, vio. Y mientras tomaba mi caña, entró su padre. Le pregunté si usted estaba sola acá y me dio el visto bueno para que usted y yo tomáramos unos mates. Me tomé el atrevimiento por el choque que tuvimos en el jardín de la estación. Espero que no le moleste.
Sabina entró a la casa, sin mediar palabra con el peón. El muchacho creyó que estaba sonado. Volvió a salir a los dos minutos con unas empanadas de membrillo y un mantel a cuadros de color rojo.
Me gustaría, peón de don Hernández, comenzar a llamarlo por su nombre si es que se va a quedar acá toda la vida.
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